... he recordado quién soy; que sigo siendo parte de esa gente tristona y provinciana que, unas veces por querencia, otras por falta de alternativa, emigró del sur de España al sur de su capital.

2023-09-10

El cielo de Madrid

 

Miro a través de mi ventana madrileña en esta tarde del domingo 3 de septiembre del 2023, y me viene a la cabeza una canción que escuchaba de adolescente en mi pueblo de Jaén: «piel de terciopelo… me aburre el cielo de Madrid…» Mientras voy tarareando su melodía, una vez que me he repuesto de la taquicárdica alerta que la AEMET ha disparado contra los teléfonos móviles de todos los madrileños, pienso que, en verdad, lo que los pájaros anunciaban con un inusitado canto al que ya no estábamos acostumbrados, y los árboles nos querían transmitir con el enfático braceo de sus ramas, era el fin de la tiranía del hombre. Entonces, hago el esfuerzo por recordar cómo olía el aire en aquellos septiembres de mi juventud, y que ahora nos parecen tan lejanos. Aquel aire limpio de todo; también de esa mezquindad tan propia de la condición humana y que, como un botón de repuesto, llevamos cosida siempre en nuestro envés. Esa vil condición que no terminan de sacudirse los habitantes de ciertos barrios de la capital, ni siquiera ante una emergencia —no digo ya una pandemia—.

Hoy, el cielo de Madrid ha tenido de todo. También momentos de aburrimiento —o de calma tras la tormenta—. Pero ha sido ese «pitido orwelliano», ese toque de trompeta del primer ángel del apocalipsis el que ha enfurecido a los cayetanos y que uno de sus voceros ha calificado como intrusismo del Estado en la privacidad de los ciudadanos.

Entonces,

he recordado quién soy; que sigo siendo parte de esa gente tristona y provinciana que, unas veces por querencia, otras por falta de alternativa, emigró del sur de España al sur de su capital.

Esa gente que durante cinco minutos creyó tocar el cielo de Madrid. Ese cielo sucio la mayor parte del tiempo, aunque esta tarde parezca imitar un lienzo de Velázquez, tal vez de Antonio López. Ese cielo con su lluvia que te golpea por dentro para despertarte de un sueño lisérgico, de un delirio de grandeza en mitad de una selva de cemento y polución. Una tormenta que te devuelve a tu realidad, asida fuertemente a tu condición de aceitunero cautivo del asfalto, mientras vas acompañando al ritmo del agua en el cristal la voz profunda de Pablo Guerrero: «tiene que llover, tiene llover, tiene que llover… tiene que llover a cántaros»; o, como diría mi padre: «tiene que jarrear, pero bien». 

Entre tanto, al otro lado de la ciudad y de la vida, hay quienes, imbuidos en una inconfundible mueca de asco que, en realidad, no es más que su marca de cuna, esputan desde un histrionismo cuasi británico y en un perfecto inglés de Cambridge: «raining cats and dogs».


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