JUAN CANO PEREIRA
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2024-11-03
Bafle
Conocer a Antonio Atalaya fue toda una revelación. Porque Bafle era, aparte de un enfant no tan terrible entre los veteranos del internado, un amante a pachas de las matemáticas y de la filosofía, además de un empedernido creador de aforismos nunca publicados y que jamás nadie recordará. Pero por lo que viene a cuento aquí es porque, a los quince años, tenía metida en su cabeza la enciclopedia no escrita de la música popular contemporánea. Amaba a Queen sobre todas las cosas y a Mercury como a sí mismo —cada noche imaginaba cómo sería rozarse contra la voluptuosidad de Funny mientras esta hacía sonar el timbre de su bicicleta—, aunque profesaba en una secta herética de la música disco llamada «Los adoradores de Donna Summer», de la cual era socio fundador y único miembro, a pesar de todas las veces que, tratando de unirme a su causa, ofició ante mis oídos su rito iniciático.
Acostumbraba a afeitarse una vez a la semana, los sábados por la mañana, pese que a los quince años poseía la barba más cerrada que jamás hayan visto mis ojos.
Solía pedir ayuda para hacerlo, debido, todavía no sé si a su impericia, a su pereza, o a los exiguos espejos de nebuloso reflejo que había en los baños de la residencia. Con aquel panorama y las Gillette azules de una sola hoja como único instrumento, era bien fácil resultar con la cara magullada. Todos pasábamos por ello; salvo, si lo podía evitar, Antonio Atalaya.
—Juan, anda… ayúdame, porfa…
—Bafle, eres el tío más caradura que conozco.
Y mientras repasaba su mentón —primero de abajo arriba, luego al contrario; como se encargaba siempre de recordarnos a cada uno de los incautos que terminaba convenciendo para ello— siempre me hablaba de Donna Summer.
—El «Love to love you, baby», Juan, que te lo digo yo que es el despelote de canción más grande que se haya grabado nunca… que ahí la Summer, o se está haciendo una paja o finge como nadie.
Luego nos íbamos a la sala de música y la ponía una y otra vez, porque la devoción que Antonio Atalaya le tenía a Donna y a aquella canción resultaban enfermizas. Por fortuna para mí, entre arrebato y arrebato de la reina de la música disco —así fue conocida la Summer tras despojar de tal título a la mismísima Gloria Gaynor—, Bafle tenía tiempo para grabarme cintas con verdaderas joyas que desde entonces forman parte de mi cultura «musimental» —musical y sentimental—. Curiosamente, las canciones que metía como relleno al final de cada cara terminaron influenciando mis propias composiciones. Hubo una en concreto, el «Mister Jones» que grabaron los Tequila; esta pieza, que ajustó milimétricamente al final de la cara A de la casete donde me grabó a Genesis y que estaba firmada por el músico argentino Charly García, fue la canción que terminó de convencerme de la ventaja que nos llevaban haciendo rock en nuestro idioma al otro lado del charco —bueno, hasta que los hermanos Auserón cogieron el testigo—. Bastantes años después, escuché la versión original de esta semblanza sobre un parricida americano que García había grabado junto a Nito Mestre con Sui Generis. Y mi sospecha se confirmó: como en el amor y en la vida, también en la música, si quieres ganar, tienes que arriesgar. Incluso, casi siempre, quien acierta arriesgando puede que nunca se cobre lo ganado, como así ocurrió con Serú Girán, otro de esos inquietantes grupos porteños donde también militó García, pero sin apenas repercusión fuera de Argentina.
—Los argentinos son muy buenos, pero los termina matando ese chovinismo nada disimulado que se gastan. Sin ir más lejos, decían de los Serú Girán que eran «los Beatles criollos» … ¡y se quedaban tan panchos, oye!
Yo lo escuchaba embobado, preguntándome de dónde sacaría toda esa información sobre grupos argentinos, franceses, italianos… Él, a su vez, se pasaba la mano una y otra vez por la geta recién rasurada, comprobando que había cumplido mi cometido con la Gillette.
—Parecéis maricones —me decía Mauricio cada vez que me veía afanado con los trastos de afeitar alrededor de Bafle.
—¿Tú crees?
—Pues sí… ese tío es muy raro… y tú más… ¡mariconadas, que lo digo yo!
Pero poco podían importarme esas estupideces, porque, cada vez que Bafle abría la boca, yo terminaba conociendo un grupo nuevo, o una maravillosa canción cuya existencia hasta aquel revelador momento del afeitado ignoraba por completo.
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