... me dio una dirección y me preguntó si la podía pasear por el centro antes de ir al destino que me había indicado.

2023-09-10

El taxi

 

Era un buen día, uno de tantos días primaverales, lleno de luz y actividad. La gente camina animada y alegre. Los hombres van en camisa, mientras las mujeres lucen blusas suaves y coloridas. Había transcurrido gran parte de la mañana sin coger ningún pasajero. Cansado y aburrido, paré el taxi y me puse a ojear el periódico. Ningún viandante solicitaba mis servicios. Al rato, suena el interfono de la Central. 
     Poco después, llego a la dirección indicada. Toco el claxon. Tras unos minutos de espera, vuelvo a avisar de mi llegada con el claxon. Espero. No obtengo respuesta alguna. Vuelvo a avisar, sin obtener respuesta, solo silencio. Pienso en irme, pero como era mi primera carrera del día, decidí dirigirme a la puerta y llamar al timbre. Era una puerta de madera, de esas modernistas, con muchas filigranas, que daba entrada a un chalecito de dos plantas, estropeado y deslucido.
     —Solo un minuto —oigo una voz de anciana, suave y débil. 
     Escuché algo que se arrastraba. Después de unos minutos, la puerta se abre. Ante mí, una mujer menuda y encorvada.  Aparentaba algo más de ochenta años. Vestía un vestido estampado, zapatos de charol y un sombrero con velo. Parecía un personaje de película de los años cuarenta. 
     —¿Podrías llevar mi equipaje al coche? —pregunta, señalando una pequeña maleta, también de los años cuarenta, en el centro del salón.
     Al entrar, me dio la impresión de que nadie hubiera vivido en la casa durante años: todos los muebles estaban cubiertos con sábanas. De las paredes no colgaba ningún cuadro, ni reloj, ni espejo alguno. Las estanterías estaban vacías de cerámica y libros; tampoco había cristalería. 
     Llevé el escaso equipaje al taxi y lo introduje en el maletero; luego, regresé para ayudar a la mujer. Ella tomó mi brazo y caminamos lentamente hacia el taxi. Agradeció mi amabilidad con una breve y sincera sonrisa. 
     —Solo intento tratar a mis pasajeros como me gustaría que trataran a mi madre —le respondí a su sonrisa. 
     —Eres un buen hombre —me dijo, sin dejar de sonreír. 
     Ya en el taxi,

me dio una dirección y me preguntó si la podía pasear por el centro antes de ir al destino que me había indicado.     —No es el camino más corto —le advertí; no quería que la carrera le fuera demasiado costosa.      —No importa. No tengo prisa. Voy al centro de cuidados paliativos —fue su respuesta.   

    Por el espejo retrovisor veo brillar sus ojos. 
     —No tengo familia —me dice, con voz ronca—. El médico me ha dicho que no me queda mucho tiempo, aunque eso, a mi edad, importa poco, ¿verdad?
     Discretamente, sin que se pueda percatar de ello, subo la bandera, mientras ella seca la humedad de sus ojos. 
     —¿Qué camino le gustaría que tomara?, ¿por dónde prefiere ir? —le pregunto.  
     Durante dos horas conduje por la ciudad. Me mostró el edificio donde trabajó como ascensorista. Pasamos ante el edificio donde, recién casados, vivió con su marido.

Me pidió que parase frente a un escaparate de muebles: en su momento fue un salón de baile al que ella iba a bailar de joven;

allí conoció a su esposo, me dijo. A veces ella me pedía parar frente a tal o cual edificio o ante una esquina y se quedaba pensativa con la mirada perdida, sin decir nada.
     —Estoy cansada, me gustaría que fuéramos ahora —me dice de repente, cuando el sol comenzaba a unirse al horizonte.
     En silencio conduzco hasta la dirección que me había dado. Era un edificio no muy grande, con un pórtico con dos columnas. Dos celadores se dirigen al taxi. Era evidente que esperaban su llegada. Abrí el maletero y llevé la pequeña maleta a la puerta. La mujer me esperaba sentada en una silla de ruedas.
     —¿Cuánto te debo? —me pregunta, mientras abre el bolso. 
     —Nada —fue mi respuesta. 
     —Tienes que ganarte la vida. Tu trabajo debe ser recompensado —me respondió.
     —Habrá otros pasajeros, no se preocupe. Su compañía es mi mejor recompensa —le respondí. 
     Sin pensarlo, me incliné y le di un abrazo. Ella me abrazó fuerte.
     —Toma —dijo, sacando de su bolso una medalla, colgando de una cadena—. Era de mi marido, es lo único que de él me queda, ya no la necesito, solo la disfrutaría unos pocos días más.
     Alargué la mano para cerrar la suya, pero ella insistió y me obligó a coger su recuerdo.
     —Le has dado a esta anciana un momento de alegría —dijo—. Gracias. 
     Su mano besé y me di la vuelta. Detrás de mí una puerta se cerró. Era el sonido de una vida que se acaba.
     Conduje sin rumbo, ensimismado en mis pensamientos. ¿Qué habría pasado si me hubiera ido sin esperar, después de haber tocado el claxon varias veces? Tenía la certeza de haber hecho algo valioso en mi vida, quizá lo más importante de toda mi vida.  


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