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PEDROPA GARCÍA
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2025-02-09
Cafarnaúm
Un niño que no sabe sonreír. Ese mismo niño que denuncia a sus padres por haberle traído al mundo. Con estas estremecedoras premisas arranca Cafarnaúm, una película libanesa de 2018, dirigida por Nadine Labaki, que obtuvo el premio del Jurado en el Festival de Cannes. Hacía tiempo que una película no me impresionaba tanto. Tengo que reconocer, que estuve varios días con la mirada del niño Zain atravesándome el corazón de una manera despiadada. Porque Cafarnaúm es la historia de esas personas que viven hundidas en el infierno de la desdicha. Es un golpe directo sobre la deshumanización, que aborda el realismo social en que viven los niños de la calle y que muestra tarjeta roja a unos padres irresponsables, que entregan a sus hijos al desamparo. Una película que debería de ver todo el mundo, sobre todo ese mundo civilizado, que predica la idea inflexible de que, luchando, todo se puede conseguir. La directora libanesa ha sido objeto de críticas por la excesiva crudeza de su película. Sin embargo, Labaki proclama que la realidad es mucho más dura que lo que ella muestra en su historia y que la gente tiene que despertar ante el terrible sufrimiento de esos miles de pequeños que han tenido la mala suerte de nacer en el sitio equivocado. El título Cafarnaúm, que significa caos en árabe, describe a la perfección la difícil situación que se vive a diario en muchas calles del mundo. En este caso, la trama se centra en un Beirut convulso que la directora conoce a la perfección, porque es el lugar donde vive. Aunque se podría aplicar a cualquier lugar. Pero sobre todo Cafarnaúm, es puro cine. Para enfatizar la crudeza y la carga crítica de la cinta, se ha rodado en localizaciones reales de los suburbios de la gran ciudad, en los que la cámara persigue a esas personas olvidadas que viven prácticamente en la intemperie. Con planos generales de los barrios marginales, rodados con la panorámica de lente de los drones. Con una utilización psicológica de los colores en la fotografía, sobre todo el rojo y el azul, que representan el conflicto entre la inocencia y la rabia. Con actores, la mayoría no profesionales, que muestran, casi improvisando, su terrible cotidianeidad. El pequeño refugiado sirio de doce años Zain Al Rafeea, que no había actuado nunca, se interpreta a sí mismo. La vida real del pequeño actor no era mucho más fácil que la del Zain de la película. Ni siquiera sabía leer ni escribir cuando tuvo que aprenderse el papel protagonista. Con su naturalidad consigue contagiarnos con sus ojos tristes (nunca había visto una tristeza tan profunda) cuando denuncia la miseria en la que vive, cuando llora ante la falta de cariño de sus padres, cuando, a pesar de todo, se muestra solidario con los más débiles. Una actuación sublime: ¡en qué estará pensando el tío Óscar! Gracias a su actuación en la película, el pequeño Zain vive en la actualidad en Noruega, donde ha podido asistir al colegio y llevar una vida segura. La magnífica banda sonora de Khaled Mouzanar empatiza con las estremecedoras imágenes de la pantalla.
Cafarnaúm es un milagro del cine. Su escena final, con un plano esperanzador del rostro del pequeño Zain, es difícil de olvidar. Una película tan dolorosa, como necesaria, que tienes que ver.
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