... somos incapaces de acudir juntos a unas elecciones

2024-02-25

 

Cuanto más cerca, más…

 

Decía Antonio Machado, “De mis amigos, guárdeme Dios, que de mis enemigos ya me guardo yo”.

Esta frase, que en mi opinión encierra una enorme sabiduría de lo que es la vida, me ha parecido siempre que estaba pensada para la política y, especialmente, para los partidos y grupos de izquierdas. O progresistas o como quiera usted llamarles. El caso es que sabemos a quiénes nos referimos, ¿verdad?

El caso es que quienes compartimos espacios en la cada vez más maltrecha “ala izquierda del espectro político” nos encontramos continuamente con la tesitura de tener que explicar a nuestro potencial electorado por qué no vamos juntos a una cita electoral cuando llevamos desde la última compartiendo manifiestos, manifestaciones, eventos, actos varios, reivindicaciones, propuestas…

Compartimos, y no es una exageración, el 70 % del ideario, incluso a veces más. En cambio,

somos incapaces de acudir juntos a unas elecciones

o de llegar a acuerdos de coalición que no salten por los aires a las primeras de cambio.

¿Los argumentos para ello? Pues son de lo más variopinto, pero en general oscilan entre la idea que flota permanentemente sobre las cabezas de quienes llevan a cabo las negociaciones y las reuniones previas, que es la de forzar una unidad, que no es posible, y la desconfianza hacia el otro porque creemos que nos quiere hacer lo que posiblemente nosotros le queremos hacer a él.

Las opciones que podríamos llamar de izquierdas, no es momento ahora de empezar a debatir sobre la conveniencia o no de seguir usando ese vocabulario que ya a casi todo el mundo aburre, son de lo más variadas y diversas. Y esa diversidad, que a algunos les provoca auténticas urticarias, no es ni mucho menos mala o peligrosa para el proyecto en sí. Al contrario, es uno de los factores más enriquecedores que se puedan tener. Siempre y cuando, eso sí, que todas las partes la respeten y respeten a las personas y las ideas que representan.

Estoy seguro de que si a las conversaciones habituales para llevar a cabo una unidad de acción respecto a cualquier tema les pudiéramos quitar los componentes de índole personal y las rencillas varias entre organizaciones, enquistadas muchas de ellas desde la noche de los tiempos, la posibilidad de llegar a acuerdos aumentaría exponencialmente.

Algo tan simple como poner el foco en aquello que compartimos, que es la mayoría, en lugar de en aquello que nos separa, que es un porcentaje mínimo, parece una tarea imposible.

Quizá recordar permanentemente que en la mayoría de los casos lo que nos ha llevado hasta ahí es la preocupación y la lucha por el bienestar de la inmensa mayoría de la sociedad, sobre todo la parte más desfavorecida de la misma, ya debería ser suficiente. Pero no. A veces da la sensación de que es más importante poder apuntarse el tanto que el tanto en sí.

Y, créanme, a esa parte de la sociedad a la que decimos representar, le estamos haciendo un flaco favor. Porque bastante tienen con estar pendientes de salvar su día a día y procurar unas condiciones de vida dignas para ellos y los suyos como para andar preocupándose por las rencillas no siempre entendidas entre quienes deberían estar trabajando para que aquello no resultara tan complicado.

Expliquen ahora, sin ir más lejos, a todas las personas de Galicia que necesitan una opción fuerte de izquierdas no nacionalista en el Parlamento gallego, o incluso una opción lo suficientemente fuerte como para haber podido, mediante acuerdos programáticos, desbancar a la derecha de un gobierno que lleva ejerciendo ya demasiados años, que esa opción no va a ser posible porque, entre otras cosas, no han conseguido presentar una sola papeleta que consiguiera aunar esfuerzos sobre la base de un proyecto común. Que la discusión sobre quién ha tratado peor al otro ha sido más importante que la que debería haber versado sobre cómo podemos mejorar la vida de la gente. Algo que, sin menospreciar la política extraparlamentaria, se ha vuelto aún más difícil después de los resultados del domingo 18 de febrero.

Tengo que reconocer que en el tiempo en el que yo llevo participando en la política de partidos, que es algo más de diez años, me he encontrado con extraordinarias personas en todas las formaciones políticas con las que he tenido contacto. Gente comprometida con sus ideales y con el compromiso adquirido con la ciudadanía. Casi siempre desde una posición de anonimato y casi nunca suficientemente reconocidos en su labor. Pero esa labor y ese compromiso, unidos a las posibilidades de llegar a acuerdos que hicieran más fácil implementar las propuestas, se han visto siempre mediatizados por las consignas de partido, casi siempre impuestas desde otras instancias, que frustraban muchas veces el trabajo de meses.

Y, lo peor, sin explicaciones convincentes que lo justificaran.

Se buscan soluciones al declive electoral de la izquierda y para ello se suele mirar a otras formaciones de izquierdas, al desánimo de la gente, al auge de ciertas ideologías apoyadas en un uso a veces certero y a veces fraudulento de las redes sociales, etc.

Pero

pocas veces se analiza por qué la gente que debería votar de forma natural a la izquierda o no la vota o es que directamente no vota. A nadie.

Quizá hemos olvidado cuáles son sus problemas y hemos olvidado que hacer red, tejer estrategias, desde lo local, lo cercano, lo cotidiano, es la mejor manera de que la izquierda esté presente en la vida de esas personas. Y ese es el único camino para que luego, ante una urna, la opción natural, si es que se la puede llamar así, sea el voto a la izquierda.

Dejémonos de piques y de preponderancias. Dejémonos de egos y de exclusiones. Dejémonos de codazos y zancadillas. O no, y sigamos haciendo el juego a la derecha política y económica y limitémonos a llenar los titulares de enfrentamientos que no conducen a nada.

Bueno, sí, a la debacle y la inoperancia.

A los hechos me remito.


 

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