... está ocurriendo con los servicios públicos en todo el país, y especialmente en Andalucía.

2024-04-07

 

¿Delito?

 

Imaginemos por un momento que una de las grandes empresas que actúan en nuestro país, una de esas que a todos nos vienen a la cabeza y que manejan cifras con tantos ceros que nos resulta difícil entender de qué número estamos hablando, decidiera cambiar a su “ejecutivo jefe”, eso que ahora llaman CEO, que significa chief executive officer, lo que se traduce como director ejecutivo.

Es lógico suponer que harían una selección, basada en su currículum y su experiencia, y que tendría una gran importancia lo que pudiera manifestarles, tanto de palabra como en impresión, en la entrevista personal a la que le someterían.

Una vez cumplidos esos pasos, suponemos que nombrarían a la persona que creyeran más adecuada para el puesto, ofreciéndole además un buen sueldo, un buen despacho, y hasta quizá una buena casa y un buen coche, con viajes pagados.

Vale, pues ya tenemos al CEO en su puesto, con el apoyo de todo el Consejo de Administración de la empresa y de buena parte de la plantilla de la misma, y resulta que a los pocos días de empezar a trabajar empieza a apoyar con sus gestos y sus actos a empresas de la competencia. A pesar de que tiene una responsabilidad con la empresa y con la clientela, empieza a recomendar, de manera más o menos directa, que acudan a otras empresas del mismo ramo para que puedan recibir un buen servicio. No solo eso, sino que les facilita a esas empresas los datos de la clientela, para que el trabajo les resulte más fácil, incluyendo en su forma de actuar la retirada, parcial o total, de su propia empresa del mismo nicho de negocio para que no haya posibilidad de que el cliente decida no aceptar el cambio.

Ante esto, el resto de los ejecutivos pide explicaciones, claro, aunque sin gritar mucho, eso sí, porque al fin y al cabo están hablando con el jefe. Pero el jefe no tiene reparos en dar explicaciones y lo hace basando sus actuaciones en mejorar la atención al público, en disminuir el tiempo de servicio de pedidos, en proponer una modernización del servicio en su conjunto, etc. Y, a continuación, explica que no solo cree que es la mejor forma de actuar, sino que la va a ampliar y va a emplear fondos de la propia empresa para que esa competencia reciba una compensación por hacer el negocio. En definitiva, se les va a pagar para que hagan lo que en la empresa de la que es jefe deberían hacer, en lugar de destinar ese dinero a que ellos mismos puedan seguir haciéndolo.

Todo muy surrealista, ¿no? Pues esto es, ni más ni menos, lo que

está ocurriendo con los servicios públicos en todo el país, y especialmente en Andalucía.

Entre toda la ciudadanía andaluza hemos puesto a gestionar los servicios públicos a alguien que lleva en su programa el desmantelamiento del Estado y la consiguiente privatización y entrega de los mismos al capital privado.

Es decir, ¡sorpresa, cero! Porque quien le puso ahí, ya sabía, o debería saber, que ese iba a ser su objetivo. Repartir entre empresas y personas afines el enorme capital humano, técnico y material que atesoran los servicios públicos en Andalucía, en un camino sin vuelta atrás que supone acabar con la igualdad de oportunidades para la inmensa mayoría de la gente.

Y, más allá de la hipocresía que supone presentarse a gestionar algo con el único objetivo de acabar con él, y ante el hecho de que no deja de ser una persona contratada para gestionar un conjunto de medios y plantilla humana y no para entregarla al mejor postor, ¿no podríamos considerar un delito llevar a cabo estas actuaciones?

Ya sé que la respuesta, jurídicamente hablando, es que no. Que sería poco menos que imposible llevar ante un tribunal a un mandatario por llevar a cabo la privatización de los servicios públicos. Pero la pregunta va más desde un punto de vista filosófico, si eso es posible. Independientemente de cuál sea su programa de gobierno, lo que está claro es que, desde la administración del Estado, en el ámbito correspondiente, se le está pagando un sueldo para que gestione y garantice unos servicios, pero, en cambio, dedica su tiempo a acabar con ellos por la vía de la privatización y la externalización. Un alzamiento de bienes en toda regla. Y eso, si volvemos al ámbito de la empresa privada, supondría su cese inmediato como CEO de cualquier empresa que se precie. Porque nadie paga un sueldo a alguien para que acabe contigo.

Los grandes capitales del mundo han comprendido que la economía productiva ha dejado de ser tan beneficiosa como lo era hace décadas y, además de crear nuevas formas de consumo ligadas a la tecnología, han puesto sus ojos en algo que resulta mucho más beneficioso, porque además no solo ya está implantado, sino que tiene una importancia vital en el día a día de la inmensa mayoría de la gente: los servicios públicos.

Pero, claro, poner una empresa al lado de otra y esperar a ver por quién se decanta la clientela no solo es más aburrido, sino que es más peligroso, porque puede ser que la clientela te dé la espalda. Sobre todo, porque la otra empresa ofrece sus servicios de forma gratuita, financiada de forma solidaria por la totalidad de la población, clientes potenciales.

Así que no hay más remedio que acelerar el cambio y provocar que la otra empresa quiebre. Y, en el rizo de la estrategia, conseguir que no solo cierren por derribo, sino que les paguen para que hagan lo que ellos saben hacer mejor. Y eso solo se consigue infiltrando en sus directivas a ejecutivos que trabajen para ellos desde dentro.

Y en ello están.

Y nosotros, la ciudadanía, mirando cómo lo hacen y lo bien que les está quedando.

Pues nada. La empresa es nuestra y si finalmente consiguen cerrárnosla y que tengamos que ir a otra a buscar lo que ya teníamos, mejor y más barato, no podremos mirar para otro lado y buscar cabezas de turco, será también responsabilidad nuestra porque en su momento pusimos a un topo a gestionar lo nuestro y, aunque lo vimos venir y nos dimos cuenta, no supimos, pudimos o quisimos, poner remedio.


 

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