... con su ciclo de tensión, rearme, destrucción, hambruna, muerte, 

2024-04-21

 

Violencia

 

Vivimos en un mundo dominado por la violencia. O, mejor dicho, por la banalización de la violencia. Parece que no damos importancia a imágenes violentas, a crónicas de asaltos y crímenes con violencia extrema o a cualquier otra manifestación de la misma. Incluso nos resulta llamativo cuando alguien, ante una imagen violenta, tiene que volver la mirada o taparse los ojos. Nos extraña más esa reacción que la contraria, totalmente antinatural, a mi entender.

Hemos, incluso, terminado de recorrer el círculo vicioso en el que, una vez más, nos habíamos metido y ya estamos al nivel de los romanos, admirados en muchas cosas, pero que convirtieron la violencia y la barbarie en espectáculo público. Ahí están las horas, de máxima audiencia casi siempre, que dedican las cadenas al boxeo y a los combates de esas modalidades de lucha que consisten en derramar cuanta más sangre mejor y cuyos vídeos mucha gente se dedica a buscar en las redes sociales para recrearse una y otra vez en las antesalas de la muerte. Convertido todo ello en parte de nuestro ocio.

Para quienes pensamos que la violencia es el fracaso absoluto del ser humano y de todo lo que le diferencia de otras especies, la violencia más absoluta que puede haber, la guerra, es la constatación de nuestra decadencia distintiva, la puerta hacia la brutalidad más absoluta.

Guerras ha habido siempre, pero eso solo demuestra nuestra incapacidad para aprender de nuestros propios errores. Se han convertido en un negocio enormemente lucrativo y capaz de arrastrar a gobernantes, países y pueblos enteros hacia su destrucción, sin advertir que en una guerra solo gana uno, el que vende las armas.

Las guerras,

con su ciclo de tensión, rearme, destrucción, hambruna, muerte,

reconstrucción y vuelta a empezar, se han convertido en parte de un sistema que necesita de estos ciclos para mantenerse y provocar el beneficio económico de unos pocos que no tienen reparos en invertir en la destrucción, la miseria y la muerte de sus congéneres.

El desarrollo tecnológico va casi siempre aparejado a la utilidad que pueda tener en un conflicto armado. La inversión necesaria solo estará garantizada en función de cuánto de predominio le traerá al inversor sobre sus rivales, reales o inventados para la ocasión.

Así, los muertos, heridos, desplazados… se convierten en meras estadísticas que engrosan sesudos informes de organismos internacionales que no pueden, sino, constatar a diario su incapacidad para acabar con las guerras y los conflictos en el mundo. Estadísticas que no llegan a ser consideradas ni tan siquiera daños colaterales, sino que se han convertido en argumentos de venta para armas cada vez más sofisticadas e impersonales.

Ya ni siquiera vale invocar la necesidad de que una guerra ocupe las portadas de los medios para conseguir que pare. Porque ni los medios, y sálvese el que pueda, responden ya a criterios de objetividad e información, ni la atención de la población se mantiene más allá de unos días. Justo los que tardará en aparecer otro conflicto que ocupe nuestros breves momentos de preocupación diaria.

Tampoco son iguales todos los muertos o desaparecidos. Hay conflictos enquistados con millones de muertos y desaparecidos que llevan activos muchos años y de los que apenas sabemos nada. Yemen, Haití, Congo, Siria. El espacio de cabecera de los medios está muy cotizado y los codazos por figurar van aparejados a los intereses de poderosos grupos.

Tampoco hace falta que la violencia se manifieste a tiro limpio. Países y pueblos enteros condenados al hambre, la ausencia de servicios y la enfermedad forman también un ejemplo de una violencia atroz del hombre sobre el hombre. Personas que nacen, viven y mueren en campos de refugiados, alejados de sus zonas de origen y desplazados de su cultura y sus raíces, solo porque alguien ambicioso y con medios ha decidido que esa tierra era suya.

Sinceramente, es difícil valorarnos como evolucionados o avanzados visto lo visto. Es cierto que también a diario se resuelven conflictos sin llegar a las armas y a través de procesos de negociación diplomática. Pero esto solo ocurre cuando, o bien la ambición de algunos se ha saciado ya convenientemente, o bien cuando ya nada tiene que ofrecer el territorio en cuestión y la ambición desaparece.

Y todo

esto ocurre en un mundo en el que el marco cultural se basa en el dominio de unos pueblos sobre otros.

En el que aceptamos desde muy pequeños el derecho de unos pocos a gobernar a cualquier precio sobre la mayoría. En el que además confundimos nuestro derecho a la defensa con una supuesta obligación de atacar a todo aquel que no entienda las cosas tal y como las entendemos nosotros.

Y no olvidemos que toda esa violencia entre pueblos lleva aparejada otra más taimada y silenciosa. La violencia del relato. El manejo de la historia y lo que se transmite, ahora y más adelante, sobre lo ocurrido. Condenando y derrotando dos veces a los perdedores.

Ver lo que está pasando en Gaza, contemplar la destrucción de un país, un pueblo, unas vidas y sus esperanzas, y ser incapaces de poder pararlo, forma parte del fracaso del ser humano como especie.

Las frases y campañas bienintencionadas sobre lo que supone esta guerra no evitan las muertes de miles de civiles, muchos de ellos niños, entre las balas, las enfermedades y el hambre.

Quizá, en esto que llaman la aldea global, hemos vuelto a ser un poblado dominado por el más fuerte, que ha arrinconado previamente a los más inteligentes, y cuya existencia se basa en el dominio sobre los poblados de alrededor. Quizá hemos vuelto al dominio de las castas de guerreros que son reconocidos como héroes por el pueblo, incapaz de revelarse a su destino como peones de una partida en la que solo le toca poner los muertos. Quizá la lucha por acaparar el dominio sobre los recursos haya vuelto a ser la filosofía de nuestra existencia.

O quizá nunca hayamos dejado de ser todo eso.


 

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