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FLORI TAPIA "Con Francisco les salió el tiro por la culata. |
2025-05-03
La flor del corazón
Es de entender que desde antes incluso de nombrarle Papa, le tuvieran enfilado esos católicos de pacotilla que mienten como bellacos o se hartan de follar antes de casarse, como Dios manda —aunque el matrimonio parezca más cosa del diablo que de Dios— o esos otros que hacen de los diez mandamientos lo que les sale del forro de la sotana, incluido arremangársela y echársela sobre la cabeza a esos chavales a los que destrozan la vida obligándoles a afilarles el lápiz en la sacristía. Son los mismos que pusieron el grito en el cielo porque el argentino había tenido sus novietas y había sido portero de discoteca antes de llegar al Vaticano a poner patas arriba la férrea estructura del negocio pontificio.
¡Más tenía que haber hecho!, pero no le dio tiempo. Esa manía que tienen de fichar a los papas con un pie en el otro barrio, tiene estas consecuencias. Supongo que lo tendrán orquestado así por si los elegidos les salen rana, para que no les dé mucho tiempo a ventilar esos asuntos que son la vergüenza de la Iglesia Católica. Les entretienen con viajes, con audiencias, y homilías, y entre pitos y flautas se van apagando y ya no les da la vida para tanto cambio.
Con Francisco les salió el tiro por la culata.
Le gustaba referirse a la periferia como el lugar en el que tomar el pulso de la realidad fuera del boato de lo sacramental. Y la realidad es que, aunque no tuviera móvil, hacía sus llamaditas, y tenía amigos, pero también amigas, y reconocía echar de menos a su familia y su vida, antes de que le cayera encima el solideo. Su flema argentina dio lugar a situaciones divertidas, como aquella en la que se le acercó un joven diciéndole “Santo Padre, soy un seminarista de Valladolid” y Francisco le dijo ¿Y qué culpa tengo yo?
Le hemos escuchado hablar del aborto, de la pornografía, del sexo, de la homosexualidad, o del cambio climático, y todas estas cuestiones las ha tratado públicamente con una naturalidad a la que no estábamos acostumbrados viniendo de un representante de Dios en la tierra. Eso debe ser algo terrible para quienes, más papistas que el Papa, acostumbran a establecer barreras y alargar distancias entre lo divino y lo humano. A mí precisamente lo que me llamaba la atención de Francisco, era que me resultara humano, y eso es lo que le hacía parecer divino de la muerte. Un Francisco al que daban ganas de llamarle Paco, por cuanto de cercanía era capaz de trasmitir. Paco. Como mi santo padre. Que no es santo, pero sí Francisco.
De los gestos que hablan de su humildad se ha dicho y escrito mucho estos días, también de sus inclinaciones políticas hacia la izquierda y, por consiguiente, su recelo hacia la extrema derecha. Hace un rato escuchaba a un periodista decir que Francisco era anticlerical, y es precisamente a eso a lo que me refería cuando aludía a que estos días andan revueltos quienes son más papistas que este Francisco, a quien en una entrevista en la que le preguntaron qué es lo que más le costaba de ser papa, contestó sin pestañear, pero con una nostalgia a punto de las lágrimas “no callejear, no poder salir a la calle”. Y supongo que no se refería a ir a una óptica o a una librería armando la de Dios es Cristo con esa espontaneidad que recogieron las imágenes de esas escapadas, naturalidad en la que yo confiaba y de la que otros sospecharon siempre.
No me cuesta imaginarle dándose un paseo por esas calles de Roma que no salen en las fotos, o por las de cualquier otra ciudad, y sentándose en un banco de cualquier calle sosteniendo su porongo gozándosela con un mate mientras mira a su alrededor y observa la vida. Me gustaba ese hombre que se refería a María como “la influencer de Dios” y al emérito Juan Carlos como “monaguillo”.
Me gusta la gente con sentido del humor, y Francisco hacía gala de esa capacidad de amar que es tomarse la vida tan en serio como para reírse de sí mismo. Lo hizo reconociéndose públicamente y sin paños calientes, “pecador”, poniéndose un sombrero mexicano, o intentando girar un balón de baloncesto sobre su dedo índice al estilo de los Harlem Globetrotters, y también desestimando la idea de calzarse las zapatillas rojas por no estar dispuesto a renunciar a sus zapatones, los mismos con los que cruzó el charco siendo cardenal.
No considero que fuera tan inconsciente como para no calibrar la repercusión de su carisma y su impronta, como no vivir en el Palacio Episcopal, cambiar el oro por la plata en el anillo del pescador, o elegir ser enterrado fuera del Vaticano, que no deja de ser una hostia sin guantes contra la opulencia de la Iglesia que tantas veces ha criticado. Pero debe ser muy jodido que quieras hacer tu camino espiritual desde la humildad y a pie de barrio y de repente te nombren papa. Visto así entiendo perfectamente esos estados de ansiedad y de rabia que reveló a Nelson Castro, en la entrevista concedida al periodista argentino, con el compromiso de que no viera la luz hasta que Francisco no hubiera fallecido.
Una figura de su calado que habla en primera persona de sus neurosis y de la conveniencia de que los sacerdotes tengan conocimientos psicológicos —habiendo reconocido previamente haber sufrido episodios de ansiedad y haber recibido tratamiento psiquiátrico— se gana a pulso mi simpatía también en cuestiones tan importantes como la salud mental.
No daba puntada sin hilo, como cuando dejó a caer este comentario poliédrico y lapidario:
El único momento en el que es lícito mirar a una persona de arriba abajo es para ayudarla a levantarse.
Le criticaban quienes calificaban de despropósito ese gesto suyo tan habitual de retirar la mano cuando alguien amagaba besarle el anillo, cuando realmente lo que él consideraba irreverente es que por el hecho de ser papa se le rindieran pleitesías de ese estilo. También por razones de higiene —no olvidemos que podían ser miles de personas las que se le acercaban en sus actos públicos con esa intención— y por cuanto de insumisión alberga el beso sobre el metal. Creo firmemente que le incomodaba muchísimo el protocolo, y más aún, que los fieles confundieran el respeto con el fanatismo. Desde luego a mí no me parece muy respetuoso hacerse un selfi, a modo de despedida, con Francisco o con cualquiera, de cuerpo presente.
Se ha ido Francisco con su rosario entre las manos y dejando atado, hasta donde se le permitió, su deseo de trasmitir al mundo que la Iglesia ha de ser un espacio para todos, que no hay creyentes de primera o de segunda, y la importancia de la figura de la mujer. Fue precisamente la imagen de una monja octogenaria, llorando en silencio frente al féretro de su amigo rodeada de señores vestidos de rojo, quien sin abrir la boca puso de manifiesto la importancia de las mujeres en la vida del Papa y en la Iglesia.
Fuera de la institución, Jorge Mario Bergoglio habría pasado desapercibido, pero una vez nombrado Sumo Pontífice, esa naturalidad suya incomodaba, por cuanto hizo de ella su manera de revolucionar, y ahí donde los más conservadores tachaban su comportamiento cuanto menos de extravagante, el resto del mundo veía a un señor que podía mostrar su fuerte carácter, sin perder la sonrisa, cuando sus convicciones le obligaban moralmente a tomar partido contra la injusticia social.
No comulgo con las ruedas del molino del cristianismo, y quizá sea por eso que considero que la figura de Francisco ha sido trascendental para la Iglesia, a la que ha intentado despojar de los formalismos y las barreras que la separan del pueblo. Quizá no pase a la historia como el papa más erudito e intelectual, pero sin duda ha resultado para muchos ser el más humano, y entiendo que quizá sea esa la forma más eficaz de establecer un nexo de unión entre la figura de Jesucristo y la humanidad, seas creyente, agnóstico, ateo o mediopensionista.
En una ocasión, preguntado por cómo le gustaría ser recordado, dijo: “soy un pobre desgraciado a quien Dios le tuvo mucha misericordia… Me siento muy chiquito”.
Yo le recordaré como un papa humilde, crítico, contemporáneo y con alma de poeta, con un discurso cargado de referencias humanistas, que abrazó las diferencias por encima de lo que ya estaba escrito y de lo que de él se esperaba.
Alguien que dijo que la sonrisa es la flor del corazón, se tiene ganado el cielo. Que la tierra te sea leve, Francisco.
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