FLORI TAPIA 

"Yo pensaba que la misión principal de una madre era enseñar...

2025-04-24

Marco

Desayuné lentejas. Eran algo más de las once de la mañana, y ya llevaba un buen rato con dolor de riñones. Mi madre y la mayor de mis tías, que ya sabían la que se me venía encima, me animaron: “Nena, cómetelas ahora por lo que pueda pasar”. Unas horas después, me cambiaría la vida para siempre. Para siempre.

Nunca había sentido eso que llaman instinto maternal, aunque me hicieran cierta gracia los bebés. Pero debió salirme —ese instinto— a continuación de la placenta. Tampoco tuve otra opción. En el cine el parto está tan romantizado, que en lo que yo esperaba que una enfermera amable y con voz dulce me trajera a mi hijo envuelto en un mullido arrullo, la misma matrona que unos minutos antes se había echado sobre mi cuerpo clavándome sus codos para forzar el alumbramiento, soltó los cuatro mil doscientos cincuenta gramos que habían salido de mí, sobre mi pecho, y me ordenó en plan sargento que le diera de comer. Así sin más, mientras una enfermera me zurcía la grieta a través de la cual, mi pequeño lechón, vio la luz por primera vez.

Yo pensaba que la misión principal de una madre era enseñar —ese era el mayor de mis miedos—, sin ser consciente de que todo lo que viene después, es precisamente lo contrario: aprender. Porque somos las madres quienes vamos aprendiendo de los hijos desde que nacen.

Aprendemos el significado de su llanto, pero también lo que es el amor incondicional y el sentido de la responsabilidad, que suele venir de la mano del más irracional de los miedos. Con el tiempo también se aprende a suavizar esas emociones tan intensas. Pero ese primer momento en el que sentí su piel sobre la mía, reptó hacia mi pecho, supongo que instintivamente atraído por el olor de mi leche, y supe que mi bebé iría dándome pistas a cerca de sus necesidades, con gestos, con lágrimas, con ruidos o con la mirada.

Todo este tiempo no he dejado de estar atenta a esas señales, hasta que llegaron las primeras palabras, como tampoco he dejado de juzgarme. Y de sentir el juicio de los demás. Porque también maternar es como estar continuamente haciendo exámenes de evaluación en los que la nota suele ser baja por muy bien que creas que te ha salido el examen. A menudo hay un pero que viene de fuera a joderlo todo, y que casi siempre es una opinión que nadie ha pedido y que te hace sentir que no lo estás haciendo bien, aunque lo estés haciendo lo mejor posible.

Supe cuando le vi que era el amor de mi vida, de eso no tuve ninguna duda, y también que es algo inexplicable, que es un sentimiento que no se puede comparar con nada. No hay nada más salvaje que crear una vida, y la propia crianza de ese ser que es carne de tu carne, y alma de tu alma, aunque no sea de tu propiedad y tenga cuerpo, corazón y alma propios.

No ha sido fácil llegar hasta aquí: parece que fue ayer cuando le ponía los dedos debajo de su nariz para comprobar si respiraba mientras dormía y ahora me sigue quitando el sueño porque duerme menos de lo que debería. Ya desde muy pequeño me decía que dormir era un aburrimiento y yo intentaba disuadir su argumento, aunque lo entendiera, porque para mí dormir también es lo más aburrido del mundo, por muy necesario que sea.

Aprovecha el menor descuido para asustarme, lo que me obliga a estar en estado de alerta incluso cuando estoy en la cocina echando los fideos a la sopa, porque cada vez es más sigiloso y cada vez me hacen menos gracia los sustos. Nos abrazamos mucho, aunque ese mucho siempre me sepa a poco, y ya sea su barbilla la que descansa sobre mi cabeza, y no al revés, con su metro ochenta de inocencia, por más que piense que a su edad lo sabe todo, y yo sepa que aún no sabe casi nada. Aunque ese casi esté lleno de vivencias.

Dice que quiere ser portero: lo vive, lo disfruta y lo sufre, porque ya ha descubierto que la vida no se anda con chiquitas y las cosas no son siempre como uno quiere. Ni dentro, ni fuera del campo. Ojalá todos los miedos, las inseguridades, los quiebros, las decepciones, y los problemas, ocuparan el espacio de un larguero. Pero no es así. La vida se encarga de que a veces no haya medida para el sufrimiento, para todo lo que no queremos o nunca imaginamos y sin embargo sucede.

Me llama todos los días cuando llega al instituto y cuando sale, y a veces me quedo a mediodía con el plato puesto sobre la mesa, porque ha decidido al montarse en el autobús, que quiere comer con sus abuelos. Y sé que mi madre le hará un par de huevos fritos con arroz y que tendrá su helado de postre y caerán unas cookies para merendar y yo estaré deseando que llegue a casa y al mismo tiempo reconociendo que le hace tan feliz estar con ellos como yo lo era estando con los míos.

A veces no nos soportamos, solo porque la adolescencia es terriblemente complicada e intensa, sin embargo, también esta etapa pasará, antes de que me dé cuenta. Y echaré de menos nuestras charlas, y nuestros enfados, y los besos en la frente, y los abrazos infinitos, y los sustos y las bromas y que no estire bien la sábana al hacer su cama o que salpique el espejo del baño atusándose el pelo o cepillándose los dientes. De aquí a media hora, como aquel que dice, dejaré de ser su ancla y seré invisible durante un tiempo, porque también yo he pasado por esa puerta, aunque luego vuelva a mí, como se vuelve siempre a una madre cuando se necesita lo que no existe en ningún otro lugar.

Otras veces me pregunto cuándo fue ese momento en el que dejó de sostener un sonajero para sujetar las baquetas de su batería o cambió las ceras de Plastidecor con las que pintábamos a Peppa Pig o a Bob Esponja, por las cuerdas de la guitarra eléctrica, porque nunca un intervalo de años se me había hecho tan corto.  Es que ni siquiera distingo al recoger la ropa tendida, cuáles son sus camisetas y cuáles son las de su padre, porque también Marco nos ha salido rockero y del Atleti y los dos ya tienen la misma talla.

Aquella madrugada de abril de hace catorce años, abierta en canal sintiendo cómo la muerte pasaba por debajo de la cama unas cuantas veces —lo decía mi abuela, que tuvo siete hijos—, además de dolor, ansiedad y miedo, tuve ardores. Del currusco de pan con el chorizo de las lentejas que me zampé el día anterior, en cuanto empecé a sentir el látigo de las contracciones, como una jauría de perros mordiéndome los riñones. Será por eso que también a Marco le gustan las lentejas tanto o más que un plato de pasta, y meter el chorizo en un trozo de pan cuando el fondo del plato no es más que un pequeño charco de agua sucia.

Celebro que vinieras a poner patas arriba mi mundo, hijo mío. Y no te olvides de estirar la sábana de abajo cuando hagas la cama.


 

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