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FLORI TAPIA "cada una de estas clases era un |
2025-06-29
Maestros de mis costuras
Siempre he sido enamoradiza y será por eso que aun intentando hacer memoria, me cuesta recordar quién fue mi primer amor platónico. No tengo muy claro si fue un profesor que compaginaba la docencia con la música y que era componente de una mítica banda de rock, que, como otras de la época, bebió las mieles de la movida madrileña y murió empachada.
Era un maestro ausente. Diez o quince minutos de teoría, y el resto del tiempo nos ponía a hacer ejercicios. Subía las piernas sobre la mesa, las cruzaba, se recostaba en su silla y se fumaba el resto de la clase inmerso en la lectura de un libro o escribiendo. Llevaba gafas de pasta grandes, era muy delgado y vestía casi siempre con vaqueros, camisas blancas arrugadas y zapatillas deportivas. Tampoco es que fuera especialmente simpático, pero yo recuerdo mirarle con curiosidad, esa curiosidad que he sentido siempre por lo desconocido, lo extravagante, lo diferente. Sin duda él lo era. No se parecía en nada a ningún de los otros profesores, ni en la forma de dirigirse a nosotros ni en la de expresarse por medio de su imagen, sus gestos, o su vocabulario. No podría decir que fuera mejor o peor, simplemente era abismalmente distinto. Qué tiempos aquellos de la EGB: la mano negra en los aseos, el bocata en la hora del recreo y no tener ni puta idea de hipotecas, enfermedades y horarios. El mayor problema al que podía enfrentarme entonces era que algún compañero hubiera dejado en la cajonera de su mesa un bocadillo con mantequilla y el olor me produjera arcadas.
He tenido maestros que no voy a olvidar jamás, otros que pasaron al limbo del olvido y algunos, que siguen presentes en mi vida.
Nunca fui buena estudiante. Ya desde pequeña me movía la pasión, y aunque era respetuosa con las asignaturas y los profesores que no me hacían gracia, se me veía el plumero en las clases en la que disfrutaba. Esto ocurría en todo lo que tuviera que ver con la lengua y el pensamiento: literatura, inglés, griego, francés, latín, ética o filosofía. Como enamorada de la oratoria y de las palabras, cada una de estas clases era un disfrute y dejaban tanto poso en mí que no necesitaba estudiar para sacar buena nota en los exámenes. Para lo que tuviera que ver con ciencias, era un caso perdido. Es que, si tocaba clase con Ramallo, de naturales, y antes había tenido clase de literatura con Miguel Ángel (hablaré de él más tarde) mi mente aún seguía recreando pasajes de La Colmena que habíamos estudiado la hora anterior. Lo mismo sucedía si en francés nos había puesto El Mirindo (le llamábamos así porque decían que estaba más bueno que el refresco aquel tan de moda en aquella época) una canción y a última hora había física: me resultaba imposible centrarme en cualquier fórmula teniendo en la cabeza Inch’Allah de Adamo, como si yo misma fuera una coquelicot sur un rocher soportando una guerra que aún persiste, aunque haya cambiado de acera. Y traía de cabeza a Eladia Campos, porque no era capaz de estar centrada en la clase ni de estar callada, y como solía ponerme en la primera fila para empaparme bien de todo, se hacía evidente mi desgana o mi entusiasmo sin que tuviera que hacer ningún esfuerzo. Como quiera que Eladia se dispersaba casi tanto como yo, en vez de irse ella de clase, me invitaba a mí a salir con un “monina, salte un ratito al pasillo a ver si te relajas”, y así hacía: salía, me daba un pirulillo, me acercaba a charlar un rato con Justino, el bedel y volvía.
Se me atravesó dibujo técnico. Las curvas, los puntos, el dibujo libre, todo eso bien. Pero la precisión relojera de los rotring y las reglas no iban conmigo. Tenía un carácter fuerte aquel profesor de barba y pelo blancos impecablemente recortados, y a veces incluso resultaba algo arisco. Fue hace relativamente poco, que descubrí que además de impartir clases en aquel instituto, era un reconocido pintor, dibujante y especialista en la técnica del grabado. Entendí entonces que le resultara difícil explicar a un grupo de adolescentes la importancia de la perspectiva isométrica, siendo un artista que a buen seguro habría preferido estar creando en cualquier otro sitio en vez de impartiendo clases a las que no poníamos demasiada atención. Pero como quiera que no podemos volver al pasado más que para tomar nota de los errores, siempre podré decir que fui su alumna. Estoy hablando de Ricardo Zamorano. De él no me enamoré, pero sí de un profe de Historia. Aunque el que más tirón tenía fuera Pedro Romera, a mí me gustaba otro, Santiago Llorente, un extremeño con retranca al que recuerdo un poco hippy, y que no sé a cuento de qué un día me contó que vivía en la calle Segovia y que era vecino de Norma Duval. A veces se descojonaba en el aula y añadía batallitas personales a los temas que estuviéramos viendo. No es que fuera especialmente atractivo, pero no es nada nuevo reconocer que me han ganado siempre la inteligencia y el humor, cualidades que Santiago tenía para dar y regalar. Sin saber si quiera que lo fuera, ya me las gastaba de sapiosexual, por eso esos enamoramientos no llegaban a nada, porque la atracción nace de la admiración por la inteligencia del otro, y se quedan en el puro placer de escuchar y observar su comportamiento.
Es probable que por ese motivo carezca de memoria cronológica, pero atesoro una biblioteca de emociones que me permite recordar a quienes dejaron huella en mí, en cuestión de fibra. Para el dolor –por suerte- soy más olvidadiza. Es tal el rechazo que siento hacia la traición, la mentira, el abuso o la injusticia, que no les concedo protagonismo, aunque sepa que están ahí y que también me marcaron.
Que aprendiera sobre la lacra del machismo en la literatura, se lo debo a Maria Ángeles Rodríguez, que en sus clases rescataba a mujeres que habían sido ninguneadas, en el mejor de los casos, auspiciadas por un seudónimo masculino, como Cecilia Böhl de Faber, Matilde Cherner, o Carmen de Burgos. La llamaban “la feminista”, como si serlo fuera amenaza, Así de ignorantes eran algunos entonces y otros lo siguen siendo. Ocurre especialmente a quienes consideran que hay un ataque al hombre en la defensa de la mujer. Y mientras el feminismo se entienda desde esa perspectiva tan pobre, las mujeres y hombres feministas, que los hay, seremos la incomprensible china en el zapato de los hombres y mujeres, que también las hay, que han sido educados en un patriarcado alienante del que no han conseguido zafarse. Con el tiempo se ha ido afianzando esa relación, y hablamos regularmente sobre cuestiones menos literarias y más de lo cotidiano. Tuve una suerte inmensa de que mujeres como ella, Isabel Cid, Maite Matanzo, Montserrat de la Morena, Eladia Campos, o Isabel Viciana, participaran de mi formación en al ámbito escolar, y a todas ellas les agradezco que fueran mujeres docentes, en una época en la que aún muchos consideraban que el lugar de la mujer era la casa.
Eduardo impartía clases de teatro. Otro flechazo de los míos, aunque a él le gustaran los hombres, como a mí. Era divertidísimo, muy creativo, y un gran director de artes escénicas. Gran amante de Lorca, de la tragedia, de ese tipo de teatro que nace de las tripas y provoca emociones. Años después de terminar en el instituto me lo encontré a la salida de un bar de copas, estuvimos charlando, me regaló un poema improvisado, nos cambiamos los teléfonos y seguimos manteniendo relación durante un tiempo. Me apenó mucho saber de su fallecimiento.
Sin lugar a dudas, fue Miguel Ángel León, el maestro que entraba en silencio en el aula sosteniendo un maletín, a quien más he admirado y querido de mis profesores. Se atusaba la barba al tiempo que con un balanceo de punta talón sobre el filo del estrado, buscaba que se hiciera el silencio sin levantarnos la voz. Vertía su amor por las letras al mundo que eran nuestras cabezas adolecentes, y lo hacía desde la ternura. Yo amaba la manera en la que sembraba la semilla de ese amor por la poesía de Machado o de Jorge Manrique, o cómo recitaba las Nanas de la Cebolla, de Miguel Hernández, con la nuez hecha un nudo y sus ojillos azules al borde de la lágrima.
Ese mismo maestro también me descubrió a “El Brujo” y su Lazarillo de Tormes, llevándome al teatro como una más de su familia, con sus hijas y su mujer, al menos en dos ocasiones.
Tuve el honor de que viniera a mi primera exposición de pintura en la Biblioteca del Conde Duque con su compañera de vida, una mujer discreta y sencilla. Ahora es un abuelo entregado al cuidado de sus nietos, que cuando tiene tiempo y ganas, me escribe y comenta mis artículos con una generosidad que me sobrecoge.
Vengo de una esas familias en las que desde muy pequeños se nos ha inculcado el respeto por los oficios y las profesiones en general, y por las de los sanitarios y docentes en particular. Y es algo que también intento trasmitir a mi hijo, por más que ahora no entienda el poso que dejarán en su vida las manos que le curen y las que por medio de la palabra, le harán comprender que no hay tarea más difícil que la de enseñar a aprender. Y hacerlo con amor.
Somos, cuando empezamos a formarnos en la escuela, un pedazo de tela sin forma. Por eso me siento afortunada de haber tenido esos maestros de mis costuras, porque de cada uno de ellos aprendí algo que ni siquiera estaba en los libros.
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