FLORI TAPIA 

"No me pasa todos los días, pero sí, a veces me duele el pelo.

2025-03-23

Por los pelos

 

Es muy habitual que alguien presagie que va a llover o que va a cambiar el tiempo porque le duelen los huesos. Y verdaderamente creo que es posible que apreciemos esos cambios a través de nuestro cuerpo. Lo que no entiendo es que alguien gire la cabeza como si fuera la niña de exorcista cuando digo que me duele el pelo.

No me pasa todos los días, pero sí, a veces me duele el pelo.

Es más, es la parte de mi cuerpo que acusa el cansancio o el estrés de manera más evidente. Verás. Por muy limpio que lo tenga, como me haya ido a la cama con alguna preocupación sé que me voy a levantar como si me hubieran estado peinando con el hueso de una chuleta. Esta expresión de mi padre define a la perfección cómo es ese momento en el que me miro en el espejo tras uno de esos despertares.

Es como si cada cabello se hubiera engrosado, y esa robustez hace que resulten indomables, por lo que es misión imposible que mi pelo vuelva a su ser ni cepillándolo, ni mojándolo, ni con la laca extrafuerte Deliplús, que es el cemento armado de los espráis capilares por excelencia. Pues ni por esas.  Lo único que lo destensa es una meditación en la que pongo el foco en el chakra corona, sí, tú ríete, pero funciona.

Y mal que bien, hace años que tengo el pelo corto, lo que limita y reduce el campo acción del dolor, pero miedo me da imaginar cómo podría ser con una cabellera del estilo de la Pantoja o de Rita Hayworth.

Cuando era más joven y tenía el pelo largo —entonces no me dolía— me gustaba hacerme moños, trenzas y coletas, hasta que pensé que era una gilipollez pasarme veinte minutos con el secador todas las mañanas para finalmente llevarlo atado, así que un buen día —vivía yo en Pamplona— fui a cortármelo. Al no conocer la zona, pues llevaba viviendo allí poco tiempo, fue un compañero el que me recomendó una peluquería cerca de la oficina, de la que salí sin mi melena y con doce mil pesetas menos. Hace de esto treinta años. Ya se las gastaban así en la peluquería de LLongueras de la calle Paulino Caballero.

Yo estaba acostumbrada a cortarme el pelo —a precios razonables— en Alameda, una peluquería que había dentro de un centro comercial en mi barrio en Madrid, pero lo de las doce mil pesetas de aquel día por dejarme mocha me pareció un despropósito.

Otra vez me dio por hacerlo en mi pueblo.

¡No me he visto en otra! Allí donde me mandaron no había ni letrero ni rótulo ni nada que se le pareciera a una peluquería.

Tanto es así que cuando entré en el número de la calle donde se suponía que estaba el establecimiento, había una señora detrás de un mostrador despachando y echando cuentas con un bolígrafo sobre papel de estraza. Le pregunté dónde estaba la peluquería y me dijo, “espera una miajilla que termino y ya aviso a mi hija”.

Me pasaron a un salón, pero no a un salón de peluquería, sino a una sala de estar, y una muchacha me lavó el pelo en un barreño con champú Geniol de Fresa, me lo aclaró en otro y después de cuatro o cinco tijeretazos salí por la puerta por la que había entrado. Eso mismo me lo había podido haber hecho yo sin salir de casa y sin tener que subir la cuesta de mi calle hasta aquel comercio echando el bofe, pero el que no sabe es como el que no ve, y yo no sabía dónde me metía hasta que salí de allí.

Quitando lo de los dolores, la verdad es que tengo el pelo a prueba de bomba. Lo he llevado de lodos los colores imaginables, vamos que podría haber servido a los de Pantone de la columna anterior para un muestrario de tintes, y he caído en la cuenta, después de tantos años y tantos tonos, que no hay nada como cortarse el pelo a cada poco, como en la mili, para que no se resienta.

Sé que hay algunas mujeres y muchos hombres que consideran que el pelo largo es signo de femineidad, y que, por el contrario, las que llevamos el pelo corto somos un poco bolleras o un poco machorras. Si ser femenina consistiera en dedicarle a lavarse y secarse el pelo más tiempo que a tomarse un café, yo sería un macho pirulo a mucha honra. Pero resulta que soy mujer, soy femenina, feminista y me gustan los hombres más que comer con los dedos. Y llevar el pelo corto. Pero me pongo a scrollear en TikTok y veo la maña que tienen algunas chavalas pintándose la melena con papel pinocho o haciéndose ondas con un colador de cocina y me dan ganas de dejármelo crecer.

Siendo niñas mi hermana y yo lucíamos pelazo, y encima éramos rubias, que eso puntúa doble cuando es natural. Se estilaba mucho entonces dejarlo crecer hasta pasada la comunión. Recuerdo que un día, ya estaría mi madre harta de escuchar a mi hermana decir que quería el pelo corto, que nos hizo una trenza, sacó la tijera de la costura y nos pegó el tajo a ras de las gomas que sujetaban las colas donde empezabas las trenzas. Las guardó en una de esas cajas metálicas de galletas danesas que dan tanto juego, y en lo que mi hermana fue a mirarse al espejo tardó un segundo en decir “no la guardes, que yo quiero que me pongas mi pelo otra vez”.

 

Mi madre siempre ha tenido la mano muy suelta para la tijera, y lo mismo cortaba una tela para hacernos unos vestidos que se marcaba un Curro Romero, como aquel día en el que el matador le cortó la coleta a Juanito.

Yo sé de la afición de muchos hombres de ir a Turquía a repoblarse la almendra y que también hay muchos tópicos que relacionan el pelo con la hombría y con la virilidad. Y no seré yo quien discuta cómo se sienten un hombre o una mujer según tengan el pelo. Lo que sí sé es que a veces me duele, y también que cada vez que necesito experimentar algún cambio en mi vida lo primero que hago es darme un tinte.


 

Para dar tú opinión tienes que estar registrado.

Comments powered by CComment