FLORI TAPIA 

"Una gracia que no tiene gracia. 

2025-03-28

La puta al río

 

Hablaba hace unos días con la voz más bonita de Barcelona, después de la de mi querido Serrat, que es la de mi colega Ramón, y lo hacía sobre el secreto de mi fracaso. Porque no fracasa el que quiere, que hasta para eso hay que saber hacerlo. El secreto de mi fracaso, decía, consiste en tener curiosidad y la necesidad de crear, para lo que cuento con la dora exploradora que habita en mí, permitiéndome hacer todo aquello que se me antoja, lo mismo da que sean unos negrinhos (el dulce brasileño por excelencia) a mi manera, que un abstracto terapéutico con restos de café y láminas de pan de oro, unas hueveras de pasta de modelar, o un poema que me nace de las entrañas al tiempo que estoy pintando un colgante, una bolsa de algodón o mis propios labios. 

Necesito hacer cosas todo el tiempo: incluso cuando parece que no estoy haciendo nada, hay palabras bailando en mi mente, ideas que germinan, pensamientos retadores, y una lista interminable de cosas que querría hacer, deshacer, aprender o desaprender. Indudablemente, esa dispersión es un pasaporte al fracaso, entendiendo como tal la falta de expectativa de lograr alcanzar el éxito, ese punto final que se obtiene atravesando la meta.

Tal vez por eso me siento un poco Forrest Gump, y corro sin parar como si la vida se hubiera convertido en una carrera de fondo que nunca termina mientras el corazón siga latiendo, hasta que llega el frenazo en seco, esta vez desde Bruselas, de donde vienen con el cuento de una guerra amenazando a Europa, como si no hubiera bastantes con las que hay. 

Pues mira, no, no me viene bien una guerra ahora que ha dejado de llover y dan ganas de echarse a las calles. El cuerpo me pide alegría, terraceo, paseos y meditaciones al aire libre, hasta un poco de grounding si se presenta la ocasión, pero ¿qué guerra es esa que se afronta con un kit de emergencia para 72 horas? Para una guerra de almohadas lo veo excesivo, para una guerra de las otras, me parece un cachondeo. He de reconocer que he estado bicheando el precio de las radios a pilas que aconsejan tener, y que me perdonen Angels Barceló o Julia Otero, pero no me imagino en tiempo de guerra prestando más atención a un transistor que a saquear comercios en busca de harina y levadura para hacer pan.

Tengo un buen amigo diputado, y estuve a punto de caer en la tentación de llamarle y que me sacara de dudas, al estilo de Gila, preguntando por el enemigo, pero deseché la idea porque no quiero saber más de lo que nos cuentan ni una opinión distinta a la que tengo sobre la guerra, el kit de emergencia y el plazo de 72 horas. 

No me vas a leer, tonto a las tres con nombre de pato, pero si la lías, hazlo a lo grande, que nadie quede a salvo, que es lo que se espera de una guerra mundial a la altura de tu arrogancia de mafioso.

Cuando era pequeña, de camino a una parcela que tenían mis padres cerca de Chinchón, recorríamos con el Renault 12 ranchera, un tramo del camino bastante peligroso. A la derecha solo había rocas, y a la izquierda, el abismo. Ni quitamiedos, ni nada. Y encima hacía curva y había un carril de doble sentido. Bueno, pues en cuanto llegábamos a ese tramo cerraba los ojos contra la ventanilla y solo pedía —no sé a quién, pero lo pedía— que si teníamos un accidente con el coche muriéramos todos. Ese pensamiento me asaltaba a la ida y más aún a la vuelta, porque si ya me resultaba turbador que nos empotráramos contra las rocas, el hecho de caer al vacío se me antojaba aún más traumático. Cuando dejábamos atrás ese tramo me sentía mal por tener esos pensamientos, pero la verdad era que no me gustaba ninguna de las posibilidades de supervivencia posibles si no salíamos todos vivos o todos muertos de un accidente en aquel lugar: yo no quería morirme y que mis padres y mi hermana sobrevivieran, pero tampoco me hacía ninguna gracia lo contrario, así que, a mi modo rezaba para que, de darse el caso, acabáramos todos fritos.  Años más tardé volví a revivir esa sensación de pánico en carretera de camino a Júzcar, el pueblo de Los Pitufos, que resultó ser una aldea sobre un pequeño valle en la Serranía de Ronda, con siete u ocho casas pintadas de azul. Y también en esa ocasión pensé, si nos despeñamos con el coche, que no queden ni las raspas de ninguno.

Pues con esto de la guerra que se avecina soy igual de radical, en plan aquí follamos todos, o la puta al río.  La expresión es vulgar donde las haya, pero lo suficientemente descriptiva para que la entiendan hasta quienes propician con sus votos que la extrema derecha mueva los hilos.

Una gracia que no tiene gracia.  

La necedad es tan inabarcable y contagiosa que me imagino esa guerra anunciada como una partida de Minecraft on line. Desde La Casa Blanca el jugador 1 agarrándose el bisoñé por si las moscas, el jugador 2 —narcisista patológico y estandarte del joputinismo— dándole al alpiste para entrar en calor antes de que empiece el juego. Milei, Bolsonaro, Elon Musk, Abascal, Dennis Quaid y Meloni, inflándose a palomitas desde sus respectivos búnkeres, y el resto de los mortales escuchando por la radio por dónde caen las bombas, con nuestra botellita de agua mineral en una mano y una linternita en la otra por si toca salir corriendo. Con ese escenario, te digo yo que nos extinguimos sin necesidad de que estos mamones toquen el botoncito.

Paso del kit, de Bruselas y sus coles, del cambio climático y del miedo que intentan meternos en el cuerpo por todos los lados. Se ponen en un plan que, con esto de las lluvias y la crecida del Manzanares, cualquier día abren el telediario con un tsunami en Madrid en cuanto vuelvan a caer tres gotas, eso si seguimos vivos.

Será que hay pocas guerras ya en este mundo para que nos anuncien otra. Menos mal que con el kit de los cojones, estamos a salvo. Porque un Kit Kat no vale ¿no?


 

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