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2023-12-03
Geografía de desolación
Ya no recuerdo si la escuché primero en la cabecera de «Documentos TV» o en la película de Wim Wenders. Lo único que tengo claro es que, desde esa primera vez, me quedé fascinado con aquella melodía que parecía encerrar, en apenas dos compases, toda la tristeza y toda la soledad del mundo. Un compás para la soledad, otro para la tristeza e, inmediatamente, unas inmensas ganas de llorar que me hicieron amar-odiar aquella música para los restos.
A partir de entonces, mis momentos íntimos, mi propia respiración, todos mis silencios… en mi cabeza tenían la banda sonora de «Paris, Texas». Durante un tiempo, Ry Cooder vivió en un rincón de mi dormitorio. Estaba allí cada día, junto a la ventana, sentado en la vieja descalzadora de la abuela, deslizando un viejo y oxidado «slide» de latón por las cuerdas de su guitarra, a la par que mi mente dibujaba en el techo garabatos de melancolía y desidia.
Aquella pieza, y todas las que vinieron tras el pormenorizado rastreo que hice de su discografía, conformaron en mí la geografía de la desolación: un estado de ánimo, una sensación que se me hizo paisaje interior; un desierto habitándome el alma con toda su arena golpeando en las paredes de mi corazón; una música fronteriza bailando melodías en la cuerda floja que separa ruidos y silencios, mientras, abajo, en lo más hondo y oscuro, el abismo parece estar esperando tu caída.
La advertencia que llevaba adherida el prospecto de su soniquete quemaba la piel como un mediodía de verano:
«queda contraindicado el continuo rebobinado de este casete, ya que podría producir daños irreversibles en el ánimo que harían peligrar el equilibrio mental del individuo». Pero yo no hice caso, por lo que, más pronto que tarde, terminé enganchado al adictivo quejido de su guitarra que, como un imán, me atraía hacia las profundidades abisales de un no retorno.
Para salir de aquel dolor adictivo, del placer que me producían sus heridas, necesité mucha terapia de reversión y, por supuesto, muchas recetas de metadona musical. Mucha sinfonía «chill out», mucha música ambiental, mucho «slow dance» conmigo mismo, antes de poder escuchar algo alegre o estridente, no fuera a resultar contraproducente y precipitado por el contraste, claro está. Pero terminé curándome de aquella adicción musical, como lo hice antes de otras, como lo hice después de algunas más —lo sé, soy un yonqui de la música—. Pero todavía hoy, con un abismo lleno de años e infinidad de músicas de por medio, la noticia de una guerra, la babélica discusión en la televisión de unos vociferantes tertulianos al respecto, me trae de regreso el paisaje descarnado de aquellas melodías que aún resuenan en mi interior.
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