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2022-01-01


Pocas veces, por no decir ninguna, cuando ocurre algo realmente importante, que cambia nuestras vidas o nuestras costumbres, sucede como consecuencia de un acto concreto, es decir, como reacción a otro hecho.

Al contrario, lo habitual es que las cosas se fragüen y se cocinen a fuego lento, de manera que cuando nos queremos dar cuenta ya están tan implantadas que lo que nos parece imposible es que no hayan estado siempre ahí.

Vuelvo con este artículo a hablar de lo que mejor conozco y que manejo en mi día a día, la situación del pequeño comercio. Y no solo en una ciudad o provincia concreta, sino la difícil tesitura en la que se mueven miles de pequeños comercios en toda la geografía española.

Puede parecer, enlazando con lo dicho en los primeros párrafos, que esta situación es consecuencia de la pandemia, de la proliferación de grandes centros comerciales o de la afición desmedida por las compras por Internet. Pero en realidad no es así. Ninguna de esas circunstancias es la causa directa de esa situación lamentable que viven millones de autónomos que malamente consiguen sobrevivir de su negocio.

Tampoco es que la ciudadanía en general se haya negado a comprar o le haya entrado un halo de cordura que les haga consumir solo aquello que realmente necesiten. Y, por desgracia, ni mucho menos es que se esté poniendo en marcha a rajatabla la regla de las cuatro R que desde hace muchos años pregonan las organizaciones ecologistas, Reducir, Reparar, Reutilizar, Reciclar.

En realidad, y como pasa con todo, cuando a alguien le va muy mal a otro, alguien le va muy bien. La caída descontrolada de las ventas en el pequeño comercio es aumento de las mismas en otras formas de negocio. Esto es especialmente evidente en sectores relacionados con la moda o los artículos de consumo personal, como complementos, perfumería, artículos deportivos, etc.

Por ello se puede decir que lo que vivimos es una lucha por atraer a compradores hacia nuestra opción, sea cual sea.

Y en esta lucha vale todo. Cada cual, con sus propias armas, trata de vencer al contrincante y hacer que la decisión de compra se vincule con ciertos valores o con una determinada forma de vida.

Si el pequeño comercio apela a la sostenibilidad y la cercanía, a la confianza y el trato directo y personal, las grandes superficies lo hacen llamando a la comodidad de poder comprar y elegir entre miles de artículos sin moverte del mismo recinto comercial y quienes venden por Internet utilizan la baza de poder comprar cómodamente desde el sofá de casa y que te lo traigan todo hasta tu puerta.

Podemos analizar pros y contras de cada opción, como gastos, contaminación, desplazamientos, o hasta inclemencias meteorológicas. Pero no es este el objeto de este artículo.

Lo que yo me pregunto, ante esta situación de multiplicidad de opciones, ¿consiste solo en una lucha en la que ganará el más fuerte y el más débil está condenado a desaparecer? Si es así, ¿podemos pretender inmiscuirnos en algo que podríamos considerar como selección natural?

En realidad, tampoco esto es tan sencillo, porque ni la lucha es en condiciones de igualdad ni las consecuencias de una u otra elección nos afectan a todas las personas de la misma forma.

Por aquello de que en muchos casos quien pretende provocar un posicionamiento de la sociedad suele conseguir el efecto contrario, desde aquellas empresas que van ganando ostensiblemente esta lucha, principalmente las operadoras de venta online no han pedido en ningún momento que compremos todo por internet o en grandes superficies, abandonando al comercio tradicional.

Han sido, hay que decirlo, mucho más inteligentes. Han volcado sus esfuerzos en crearnos las necesidades que eran más acordes con su forma de negocio. Es decir, la ahora irrenunciable necesidad de poder comprar a cualquier hora del día o de la noche, o la de poder hacerlo incluso en días festivos, aunque para ello haya que aceptar que hay ciudadanía de segunda que no tiene derecho a disfrutar de los festivos, como sí pueden hacer otras personas con trabajos no relacionados con el comercio.

Si a esta estrategia de “gota malaya” que ha ido calando en la cabeza de la gente, perdón por la analogía, le unimos que han ido consiguiendo que se legisle en el sentido que a ellos les interesa, nos da como resultado que a los pequeños comercios se les deja sin armas de defensa.

Un ejemplo. Si los pequeños comerciantes se quejaban de la permisividad con los horarios de las grandes superficies, se legislaba dando libertad de horarios. ¿Eso arreglaba el problema? No. Lo que se conseguía era dar la sensación de que se ponían a todos los establecimientos en igualdad de condiciones. Pero nada más lejos de la realidad, porque para los más pequeños esos horarios interminables solo se consiguen si se prestan a un régimen de semiesclavitud que te haga vivir en el local.

Es solo un ejemplo de lo que ha dado lugar a esa idea de que el comercio ha sido siempre así. Pero nada más lejano a la realidad. Podríamos poner otros ejemplos, como la supuesta gratuidad del transporte a partir de cierta cantidad o la supuesta conciencia “verde” de los grandes grupos de distribución, que solo les llega para cobrarnos las bolsas y no para reducir los empaquetados de alimentos o para no provocar el coste ecológico de enviar los productos a miles de kilómetros, habiendo en muchos casos tienda física, que ha quedado a veces solo para las devoluciones.

Y, claro, luego está la conciencia de la ciudadanía compradora/consumidora que no quiere ver que en locales cercanos hay la misma oferta que encuentra en sus móviles, solo que tiene que dedicar el tiempo que gasta en buscar en las distintas páginas a hacerlo por las calles de su ciudad. Vamos, lo que venía siendo vivir la ciudad.

En fin, a modo de resumen, que la competencia es buena, al menos en la sociedad que tenemos montada, pero que si no es en equidad no es competencia, es abuso.


 

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