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FLORI TAPIA
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2025-03-29
Pan, leche y nostalgia
Las rosquillas de mi madre no saben a rosquillas. O no solo a rosquillas. Porque seguramente lleven los mismos ingredientes que las rosquillas caseras tradicionales que podría hacer cualquiera, pero las de mi madre saben a lluvia, a Semana Santa, a madera de olivo crepitando entre llamas en la boca de la chimenea, y a mis abuelos jugando a la perejila, alrededor de la mesa camilla sobre un brasero preñado de ascuas.
La relación que la comida tiene con lo emocional es algo en lo que a menudo no reparamos, aunque podríamos encontrar una explicación cada vez que comemos sin hambre. En ese comer sin hambre está la media tableta de chocolate después de un desengaño, el atraco a mano armada a la nevera un día de mierda, y en sentido contrario, el estómago cerrado a cal y canto cuando la propia vida resulta inapetecible. Bueno, esto no le pasa a todo el mundo, a quienes somos de buen comer no se nos quita el hambre ni a tiros, y a los que comer les resulta un esfuerzo, ven el cielo abierto en cuanto la ocasión justifica la falta de apetito.
Por más que en las películas americanas cualquier problema se resuelva, en términos gastronómicos, con una desmesurada tarrina de helado, yo soy más de queso. Sin embargo, no deja de resultar curioso que ambos son lácteos —siempre que el helado esté hecho en condiciones— lo que refrenda la teoría que empareja las emociones con la comida, según la cual, cuando necesitamos ingerir este tipo de productos es porque en nuestro inconsciente estamos buscando el lecho materno, ese lecho que es leche, esa leche que es la madre.
El pan, al igual que todos los cereales, nos lleva directamente al padre, a la tierra, a nuestros ancestros masculinos. Quizá sea por ese motivo que busco a mi abuelo en un buen candeal, porque me traslada a ese ceremonioso ritual en el que sacaba el pan de una talega y lo cortaba amorosamente con su navaja de nácar y azuleaba sobre la miga la parte de la empuñadura que asomaba tras sus manos, encogidas y menudas, como si fuera un pedazo de cielo rasgando la harina cocida.
Resulta cuando menos interesante la asociación entre los alimentos y las emociones, pero tampoco eso nos lo enseñaron en el cole. En verdad, nos pasamos la vida automatizando procesos de manera inconsciente, por eso es tan doloroso y apabullante despertar de ese letargo.
Volvamos a la comida. Me produce sarpullido la crema de cacahuete. No en sentido literal, porque a día de hoy no soy conocedora de ser alérgica o intolerante a nada más que a la injusticia o a la mentira, así que mejor diré que me apena y me resulta incompresible ese fervor por las grasas, mantecas y aceites, que nos meten con calzador al tiempo que se menosprecia el oro verde mediterráneo. Suena un poco a timo de la estampita ese trueque de aceites de palma, coco, margarinas y mantequillas de todo tipo, a cambio de nuestro zumo de oliva. Importando chatarra, no tenemos precio.
No es que fuera la merienda habitual en mi casa, pero lo de la rebanada de pan con azúcar o el hoyo con una piza de sal era una opción a la altura del bocadillo de chorizo. Igual no suena tan guay ni tan exótico lo de embaularse un hoyo que merendar una tostada con crema de cacahuete, pero ya me dirás tú la gracia que tiene un cacahuete, empezando por el nombre. Puestos a tirar de legumbres, porque el cacahuete es una legumbre, aunque nos los vendan como si fuera un fruto seco, tiro de lentejas, judías, o garbanzos, y hasta de unos buenos guisantes. Sí, los guisantes también son legumbres.
Si prestáramos atención a nuestro cuerpo, sería más fácil comer de manera consciente.
Pero confundimos las necesidades nutritivas con las emocionales, por eso el romanescu y el brócoli se acaban pudriendo en la nevera y el chocolate apenas dura un asalto.
Las natillas con “mimitos”, que así es como llamaba mi abuela a las quenelles de punto de nieve sobre las que esparcía canela en polvo por encima de las natillas, quizá no fueran las mejores del mundo, pero el olor de la vainilla infusionando en la leche junto con la cáscara del limón, me llevan a su cocina, en la que siempre hacía frio, y a su regazo, que era envolvente y cálido como un viento de verano asomándose tras las cortinas a la hora de la siesta.
Me cuesta imaginar que en un futuro alguien sea capaz de revivir esas emociones abriendo la solapa de un Yatekomo o calentando una tortilla de patatas de Hacendado en el microondas, pero tampoco imaginé que algún día sería capaz de atravesar un desierto y aquí estoy, sentada a la orilla de un oasis, bajo una palmera de nostalgias, haciendo un descanso antes de continuar con mi travesía.
Las rosquillas de mi madre, decía, no saben a rosquillas: son sus manos pegajosas haciendo un agujero a la masa, el aceite de oliva caliente humeando, el plato a rebosar de azúcar con canela molida, y ese comer sin hambre de una tarde de invierno, en una casa llena de ruido. El ruido de la vida, que cada día se hace más pequeño, como el agujero de las rosquillas en cuanto el aceite, siempre virgen y siempre de mi tierra, las engulle.
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