FLORI TAPIA 

"Vivo la Semana Santa con menos pasión que la de Cristo, todo hay que decirlo, y la vivo a mi manera, claro.

 

Las que van por dentro

 

Tengo ganas de llorar. Es algo habitual en mí. Sin embargo, rechina en los demás esta habitualidad tan mía.  No sucede lo mismo cuando alguien tiene ganas de comer, dormir, follar, o tirarse un pedo.

Lo mismo que el hambre se sacia comiendo y la falta de sueño, durmiendo, quienes tenemos esa necesidad de expresar las emociones llorando, somos objetos de juicio o de burla. Como si llorar fuera una ofensa. Yo entiendo que pueda desarmar a alguien que, sin venir a cuento, llore, pero se me antoja tan peregrino el reproche, como cuestionar a alguien por qué suda o por qué respira.

Quienes entienden que llorar esconde una tristeza es porque no saben lo que es llorar de rabia, de risa, de impotencia, de felicidad o simplemente porque el sentir se hace lágrima. ¡Cómo no va a ser difícil de entender, con lo complicado que resulta explicarlo!

Se nos ha enseñado a llorar por dentro, a reprimir esa necesidad, a reírnos de quienes lo hacen sin motivo aparente, pero no se nos ha enseñado a observar sin juzgar. Tengo buenas noticias: siempre estamos a tiempo de aprender, y mejor aún, de desaprender aquello que ya no sirve, que nos limita, que nos estanca, porque nos resistimos al cambio por más que sepamos que todo lo que se estanca se acaba pudriendo, y es que hay que tener voluntad, que es un bien que escasea más que el agua, para llevar a cabo esos cambios, pero poder, se puede.

Llevo a mis espaldas sacos de lágrimas inexplicables, de esas que no parecen estar justificadas porque no hay detrás un duelo, una desgracia, o una emoción desbordante, pero son tan legítimas y sinceras como el sentir que las produce.  A veces el motivo es un gesto, una palabra, un recuerdo, una música, y otras veces esas lágrimas nacen de esas procesiones de las que nadie habla: las que van por dentro. Aunque ahora es tiempo de las otras, del potaje de vigilia, del olor a cera en las calles, de volver a los pueblos y sacar los vestidos de fiesta, los trajes impolutos, y las ampollas flash de Diadermine y los zapatos relimpios, de la devoción fingida de unos y del fervor inexplicable y respetable de otros, de los cardados y las mantillas, de los cirios y los guantes blancos y las insignias y los pendones. ¡Que no falten nunca los pendones!

Es la primera fiesta que busco en el calendario cuando empieza el año, porque es como un aperitivo de las vacaciones, un “la puntita nada más”, que deja buen sabor de boca porque sabe a poco. De pequeña, la mayoría de las veces, las pasábamos en la playa, después se hizo costumbre hacerlo en el pueblo, y algún año, como este, me ha tocado quedarme en Madrid, que está de morirse de guapa en primavera.

Vivo la Semana Santa con menos pasión que la de Cristo, todo hay que decirlo, y la vivo a mi manera, claro.

Puedo ir a una procesión y sentir una punzada escuchando esa música que las acompaña o viendo esas imágenes tan desgarradoras que llevan a hombros como quien lleva la pena a cuestas, pero lo hago como lo que son para mí cada una de esas procesiones:  una representación teatral inmersiva en la que cada cual tiene el derecho a expresar lo que sienta. Me da un poco de mal rollo el momento capirote, la verdad sea dicha, porque lo de no saber quién me está mirando me resulta inquietante, y me parece una puesta en escena muy arriesgada, esa de emular la flagelación a latigazo vivo, o la de los empalaos de Valverde de la Vera enrollados a una soga. En verdad es muy heavy la imaginería religiosa y toda esa parafernalia de las procesiones, y para quienes oponemos alguna resistencia a la religión cristiana, hay escenas que llegan a resultar apabullantes. No hay necesidad.  O yo no la veo desde mi espiritualidad silenciosa, íntima e intransferible. Pero la respeto.

Me viene a la cabeza un Viernes Santo en el que mi hermana y yo fuimos a cenar al Cuco, un bar de mi pueblo, y al pedir unos pinchitos morunos y una de lomo al ajillo, mi primo Seba dejó caer su bandeja de camarero al suelo, gesto que era muy habitual en él y que provocaba el susto de la clientela al escuchar el ruido estruendoso del metal contra la plaqueta, y llorando de la risa acabó diciendo “si queréis lomo y pinchitos, os traigo lomo y pinchitos, que ya veo que lo de comer carne os da igual, pero verás tú mi madre la cara que pone cuando le pida la ración”. No sé la cara que pondría Pepita, en la cocina, cuando Seba le pidió el lomo y los pinchos p’a las madrileñas, pero no nos pareció que fuera un pecado, aunque ese día no tocara chicha y la gente se estuviera poniendo fina de pescaíto, más bien al contrario. Fuera el día que fuera, el delito habría sido ir al Cuco y no catar ese lomo tierno y jugoso como el segundo beso, porque el primero no cuenta. Ojalá ese bar siguiera abierto y ojalá Seba estuviera vivo, dejando caer la bandeja como entonces, para susto de todos y sorpresa de nadie. Pero la vida se va llenado de ojalás que se quedan en suspiro.

Quiero decir con esto de las tradiciones semanasanteras que yo no creo en el pecado, sino en los errores, y tampoco en los castigos sino en el aprendizaje que supone cada paso mal dado, cada equivocación. Y que, si eres un canalla todo el año, no te van a salvar de esa cruz ni una penitencia, ni un bacalao con tomate. Ahora bien, también creo que de aquí nadie se va sin pagar la cuenta. Y no me refiero a la de una ronda de cervezas, con una de oreja o unas bravas, un viernes, por muy santo que sea. Esa cuenta que es el karma, o como prefieras llamarla, se paga en esta vida sin que tenga que ocurrir nada.  A veces una hostia de conciencia es suficiente para que el Universo, El Cristo de los Gitanos, La Virgen de la Pata Arrastra o en quien cada cual confíe el origen de su divinidad, ponga a cada uno en su sitio.

Los fieles de pacotilla se las gastan así, con esa solemnidad en las formas que no consigue disimular la turbidez del fondo y por ese motivo cada día me hacen menos gracia quienes presumen de lo que carecen, los del “a Dios rogando, con el mazo dando”, en sentido contrario, kamikazes de la Fe que se pasan los mandamientos por el forro. Como si vestirse de nazareno, procesionar, no comer carne o rezar unos días, fuera una licencia que permite ser gañán el resto del año.

Visto el percal, me quedo de todo esto con las torrijas, las saetas, el silencio, las vacaciones, los huevos de Pascua, y esa frivolidad dentro de tanto drama, de estrenar algo el Domingo de Ramos, que, sin manos ni pies, no me veo futuro, a menos que me ficharan para una segunda parte de El gran showman junto a Hugh Jackman, porque con David Lynch ya solo sería posible coincidir en otra vida. No pierdo la esperanza de que así sea, aunque ya tengo una cita con otro cuando cambiemos de plano. Te espero en otra vida, mi amor. Lloro.

Por los clavos de Cristo, o por la frecuencia vibratoria del universo, vivid la Semana Santa como os dé la gana, y dejadme llorar como si fuera un estallido de perseidas, que yo no me meto con nadie. Y cuando lo hago, es porque me sobran los motivos o tengo los chakras a punto de caramelo.


 

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