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2024-05-19
Hijos del agobio
En 1977 yo era un preadolescente, como lo era España, recién despertada de la pesadilla de la dictadura a un tiempo nuevo que se adivinaba luminoso, ilusionante, pero a su vez envuelto en el agobio de la incertidumbre de una pregunta: «y ahora, ¿qué pasará?»
Esa primera vez que escuché a Triana, no entendía qué significaban aquellas letras. Por separado, me llegaba el mensaje de cada frase como si las estuviera analizando en la pizarra durante la clase de Lengua, pero todavía no era capaz, ni por asomo podía pensarlo; en armar en esos momentos un párrafo, en resolver el puzle que me ofreciera el paisaje completo de aquellas canciones (Hijos del agobio es un disco conceptual), probablemente porque aún andaba noqueado por el golpe que me producía aquella extraña música que parecía envolver el aire con emociones, colores, a veces hasta olores, que nunca había experimentado hasta entonces. Y aquella voz, aquel gemido agudo de Jesús de la Rosa,
aquel alarido por momentos me confundía aún más,
mientras se me hincaba en el pecho a cada palabra.
Después he sabido que hubo hasta un movimiento juvenil y social surgido en aquella problemática y endemoniada Vallecas de mediados de los setenta, y que tomó el nombre de la canción que daba nombre al álbum de Triana. Un grupo lo suficientemente numeroso de jóvenes de barrio que se autodenominaban «Hijos del agobio», y que luchaban contra la marginalidad que, ya de entrada, los pretendía excluir del lado bueno de la vida, ofreciéndole el desolador paisaje de un descampado sembrado de jeringuillas, donde años después se alzaría la Asamblea regional madrileña, pues, como bien decía su líder, Juanjo García Espartero, en aquellos años «quien no estaba en la política era delincuente», incluso —en Vallecas se jugaban casi todas las papeletas de esta tómbola— un zombi con una aguja clavada en el brazo.
En aquella lucha, en aquella búsqueda o escapada hacia un futuro diferente, siempre había muchas trabas, un camino lleno de piedras y muchos inhóspitos descampados que cruzar en mitad de una fría e interminable noche. También estaban quienes ofrecían su ayuda para cruzar al otro lado (otras asociaciones vecinales, partidos políticos, sindicatos), pero muy pronto quedaban al descubierto sus escondidas intenciones que llevaban a la juventud vallecana, una y otra vez, a chocarse con el mismo muro.
Al final, solo una cosa en mitad de la confusión, solo un motivo por el que levantarse a cada tropiezo, para volver a sentir algo que oliese a vida, para que la sangre corriera loca de pasión: «la música que hay en la vida… la luz profunda y el amor».
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