2022-12-18


Fue un 6 de diciembre de hace ahora cuarenta años. Mi padre que era un amante del cine, ya veis que algunas cosas se heredan, me llevó aquel día a ver una película sobre un marciano que había arrasado en los cines americanos.

Tras una larga espera en la cola, por entonces se formaban colas en los cines, conseguimos entrar y fue así como conocí a aquel extraterrestre cabezón que cambió mi vida y la de tantos niños y adolescentes de mi generación. Acababa de presenciar una película mágica que nos dejó con la boca abierta y que nos hizo llorar a todo el mundo. Cuando aquella tarde salí del cine, la frase “mi caaasa”, “teléfono” siguió rondando en mi cabeza durante muchos días, así como aquel dedo índice extendido del entrañable extraterrestre cuya punta se iluminaba. El creador de aquella especie de cuento de hadas moderno fue un tal Steven Spielberg que cuenta sus películas por obras maestras. Ya antes de “E.T. El extraterrestre” había rodado la sorprendente “El diablo sobre ruedas”, la mítica “Tiburón” que nos dejó a más de uno sin bañarnos en las playas durante algún tiempo y “En busca del arca perdida” una trepidante y divertida historia sobre las andanzas de un arqueólogo trotamundos. Después de “E.T.”, la lista de las maravillosas películas de este prolífico e ingenioso director es interminable por lo que solo mencionamos alguna de ellas. Como botón de muestra: “El color púrpura” (1985), “El Imperio del sol” (1987), “Hook” (1991), “La lista de Schindler” (1993), “Salvar al soldado Ryan” (1998), “A.I. Inteligencia artificial” (2001), “Atrápame si puedes” (2002), “Las aventuras de Tintín” (2011) sin olvidar las sagas de Indiana Jones y la de “Parque Jurásico”. Steven Spielberg demostró con “E.T” que para hacer cine de ciencia ficción no es necesario mostrarnos un mundo distópico, oscuro y pesimista, sino que también se puede contar como algo divertido y que el extraterrestre de turno no tiene por qué ser un ser siniestro y que incluso puede empatizar con la ingenuidad propia del mundo infantil. En definitiva, “E.T.” se convirtió en el símbolo de toda una nueva forma de asumir el cine de ciencia ficción. El origen de esta historia procede de un amigo imaginario que Spielberg inventó, cuando era niño, para escapar de la soledad que le produjo el divorcio de sus padres. El reto más difícil al que se enfrentó el director estadounidense fue sobre cómo sería la criatura que representaría a su extraterrestre. Curiosamente tomó como inspiración para crear la imagen del muñeco de E.T., los rostros de Albert Einstein, Ernest Hemingway y Carl Sandburg, así como el aspecto de un perro carlino. Para darle movimiento se empleó un equipo de expertos en el manejo de marionetas, así como varios actores enanos y un niño de 12 años que había nacido sin piernas y andaba apoyándose en sus brazos. Lo que sí tuvo claro el director fue la elección de Henry Thomas para el papel del pequeño Elliot, al amigo inseparable del tierno alienígena. La prueba de casting fue tan perfecta y sentida que hizo llorar al director. Luego el pequeño Thomas contaría su secreto: consiguió llorar de forma tan convincente pensando en su perro muerto. Otra curiosidad, de las múltiples que rodean a esta película, es que Drew Barrymore, la hermana pequeña de la familia, creía que E.T. era real, de modo que su miedo y ternura eran auténticos, lo que permitió a Spielberg alcanzar el tono exacto que perseguía.

Spielberg quiso rodar su película desde el punto de vista de un niño, quizá por su fuerte contenido autobiográfico, que se refleja tanto en el aspecto psicológico que parece desdoblarse entre el hermano pequeño (Elliot) que añora a su padre y el protector hermano mayor (Michael). En cierto modo el director sentía esa dualidad de carencia afectiva y de protección hacia sus hermanos menores. Esta visión infantil de la historia se refleja asimismo en el aspecto técnico, ya que la cámara se mantiene en todo momento a la altura de la cabeza de un niño.

Ya solo solo hacía falta una magistral utilización de sombras y luces, la creación de un ambiente inquietante en el que los humanos parecen ser los verdaderos extraterrestres, la creación de secuencias inolvidables (esas bicicletas volando al contraluz de la luna) y la potencia de la inolvidable música de John Williams que mantiene la tensión de la historia. Todo eso lo sabía hacer Steven Spielberg. Y nos dejó una película mítica y legendaria, un canto y una mirada a la niñez. Una película que nos sigue haciendo llorar. Y quien diga lo contrario, miente.


 

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